Desde el Mediterráneo…

–¡Maldición!, –exclamó Sidi –hemos perdido de vista la otra barca

Chipre se levantó precariamente, manteniendo su mano apretando la herida que volvía a sangrar. Le llamaban Chipre porque decían que había nacido allí, pero lo cierto era que el primer recuerdo que tenía es de cuando tenía ocho años y vagaba por las calles de Anamur, ciudad costera de Turquía, donde fue abandonado por su familia, y sacado de las calles por  el capitán, hacía más de veinticinco años.

Chipre tampoco vio nada. Las olas eran cada vez mayores, otra vez, y la barca con los demás supervivientes se había alejado mar adentro, sin que pudieran evitarlo.

El capitán tomó los remos para intentar dirigirse hacia la dirección donde suponía que estaba, pero a sus sesenta y dos años, al viejo lobo de mar no le quedaban muchas fuerzas para remar. Chipre estaba herido y el resto de componentes de la barca eran dos mujeres del pasaje y un joven de unos doce años que lloriqueaba abrazado a su madre.

El esfuerzo era inútil y la corriente les arrastraba inexorablemente hacia la isla de Cefalonia, una isla rocosa al sur de Leucade, refugio de turcos furiosos que se atrincheraban en el castillo de San Jorge, y que, de seguro no verían con buenos ojos que marineros italianos y mujeres atracasen en su isla.

Los otomanos estaban en pie de guerra pues el Rey Fernando I les había derrotado en el sitio de Otranto, recuperando la ciudad de Nápoles, y, en consecuencia,  retirándose los primeros a sus territorios. Por ello, era muy peligroso acercarse siquiera a veinte millas de cualquier isla habitada por turcos. Pero el temporal les había desviado de su ruta y finalmente, hundido.

La condesa Anna se abrazaba llorando a su hermana y a su sobrino. En el naufragio, al saltar a las barcazas, se había separado de su esposo, el conde Fadrique Enríquez de Velasco, quien estaba en la otra barcaza a expensas de las olas. Y de quien se alejaban irremediablemente, al ser arrastrados por otra corriente hacia mar adentro.

En menos de dos horas estarían frente a la costa, pero intentarían virar hacia la cueva de Melissani, al menos allí tendrían la oportunidad de esconderse, hasta que un barco pudiera rescatarles. Si los turcos les capturaban, ellos acabarían destripados o empalados, siguiendo el ejemplo de su sultán Mehmet el cruel, y ellas violadas y asesinadas.

Las rocas se alzaban amenazantes en el horizonte y les arrastraban hacia la playa donde seguramente habría una guarnición turca. Con gran esfuerzo común lograron virar hacia el sur, donde se encontraba la cueva, remaron afanosamente, alejándose de la costa y de su segura muerte, y consiguieron alcanzar la entrada de la cueva, un paraíso extraño en un lugar terrible.

Era un pequeño lago natural abierto al aire libre pues se había derrumbado el techo, probablemente no hacía mucho tiempo. Una pequeña zona arenosa les permitiría descansar y esperar a que Chipre se sintiera más fuerte, para escapar y llegar a Morea, donde el capitán tenía buenos amigos que podrían ayudarles y protegerles.

Consiguieron acercar la barca a la orilla. El joven italiano saltó para amarrar la barca a un saliente de una roca y el capitán saltó a continuación para asegurar el cabo.

Mientras desembarcaban Chipre y las mujeres, un grito ahogado salió tras una roca. Un turco que dormía allí iba a dar la voz de alarma. No  tendría más de quince años, pero el capitán lo atrapó y lo pasó a cuchillo. Las mujeres chillaron horrorizadas.

–Era necesario –se excusó el capitán y miró tras la roca por si había alguien más.

Solo una bolsa con comida y agua. Posiblemente el joven había desertado.

–Tendremos que ser prudentes, por si envían a buscarlo –susurró el capitán a su segundo.

Chipre asintió mientras apretaba su herida. Todavía sangraba más. Probablemente moriría en la isla. Miró soñadoramente a la madre y al joven que se acurrucaban junto a la condesa en un lateral. Ahora jamás vería a su hijo, que vivía en Venecia.

Un ruido se escuchó en el exterior. Las voces se acercaban a la cueva. Rápidamente se escondieron donde antes había estado el infortunado joven. Las voces hablaban en italiano. Tal vez hubiera una esperanza.

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