Capítulo 1 de Hijas de la luna III. Heredera
En el post de hoy quiero mostraros el capítulo 1 del tercer tomo de la trilogía de Hijas de la Luna, en el que todo se acaba. ¿O no?
Léelo aquí:
Capítulo 1. Un encuentro.
Sara se estiró perezosamente sobre su cama. Dormía en la antigua habitación de su madre y todavía quedaban algunas de sus cosas, que ninguna de las dos retiró. Amaris, porque le traían recuerdos y ella… no sabía muy bien, pero no le molestaban. Una antigua hucha vacía, libros de fantasía, posters de cantantes de su adolescencia, algún muñeco…, todo estaba allí, igual que siempre. Todo era lo mismo desde hacía quince años, cuando fue iniciada. Se levantó y miró su brazo en el espejo. El pentáculo seguía allí, como un tatuaje que los niños, en el colegio, tomaban como algo referente a las brujas. Miró su frente y ahí estaba la medialuna. Normalmente se la tapaba con un poco de maquillaje, hasta que se cansó de hacerlo. Eso y que maduró antes que las demás niñas, le costó más de un disgusto. Por suerte, ya no tenía que volver al instituto.
A partir del día que despertó a sus dones, de niña. su vida fue una pesadilla. No podía mover las manos sin organizar una pequeña catástrofe. Las cosas volaban por los aires e incluso ella se elevó alguna vez. Las rabietas le costaban a la ciudad un pequeño terremoto y una vez le quemó el pelo a su hermano, sin querer. Sus padres no la llevaron al colegio hasta los ocho años, cuando ya pudo controlar emocionalmente el poder que emanaba. Por ello, no tuvo amigos durante un tiempo y, unido al hecho de que su altísimo y fornido padre iba a buscarla casi siempre y atemorizaba a cualquiera que se le acercase, tampoco consiguió hacer muchos amigos en el instituto porque no le dejaban salir o llevarlos a casa.
No es que todo fuera malo, pero a veces no se sentía cómoda en el mundo de las Hijas de la Luna. Ni siquiera sus primos o su hermano lograban sacarla de su continua melancolía.
Se asomó a la ventana. Otro verano encerrada en casa. Tampoco la dejaban viajar, siendo que últimamente había habido ataques en Europa y los tuvieron que sofocar. Algunas de las guerreras ya habían viajado y sus primos, que eran más jóvenes que ella, iban a viajar a Italia para aprender a rastrear a los oscuros.
—No es justo —dijo sacando las piernas por el balcón.
Miró las flores que crecían en el césped de la casa y lanzó una pequeña corriente de aire que sesgó el tallo de una margarita y la subió hasta su balcón. Un pequeño remolino la rodeó, dándole el consuelo que tanto necesitaba.
—Herwen —dijo, y la pequeña ninfa se sentó sobre sus rodillas, aspirando el aroma de la flor.
—¿Cuándo se van?
Sara se encogió de hombros. Su hermano Peter, ¡que solo tenía quince años!, se iba de viaje hacia Italia. Y sus primos Valeria y John, que también eran más jóvenes que ella, habían sido reclutados también.
—No es justo —repitió Sara.
—Deberíamos ir al lago, la temperatura está perfecta para nadar y hace muchos días que no visitas a las ninfas del agua. Ya sabes que se enfadan si no vas —dijo Herwen revoloteando a su alrededor.
—Está bien. Total, no tengo nada que hacer salvo entrenar una y otra vez —protestó ella.
—Pronto cumples los dieciocho años y eres la heredera de un importante linaje de reinas. Eres parte de la historia de las Hijas de la Luna.
—No hay casi ataques. Mi madre está muy sana. No hay más que verla luchar con mi padre o con cualquier otro guerrero. No creo que cuando me toque ser reina haya algo que destacar. Incluso puede que no valga para ello —susurró para ella misma.
Herwen dio otra vuelta alborotándole el cabello largo y rizado que caía trenzado sobre su espalda y ella, por fin, sonrió.
Se puso el bañador y un vestido corto y bajó las escaleras. Aún no era la hora de comer, pero su padre, que se había aficionado a la cocina, estaba preparando algo que olía bastante bien. Sonrió al verlo tan entretenido y reconoció que aunque había pasado tiempo desde que, según su madre, era un guerrero chulito y condescendiente, seguía estando guapísimo. Alto y fuerte, con el cabello oscuro que ella había heredado y ojos verdosos que a veces se ponían tristes, quizá recordando el pasado.
Ninguno de sus padres había sido muy específico acerca de ello, pero su prima Valeria solía enterarse de todo y se lo había contado. De cómo fue un oscuro, luchó contra su madre y asesinó a su propio padre. A veces lo había escuchado llorar, cuando pensaba que no había nadie. Era un gran peso, como el que ella sentía. Por eso, se sentía más cómoda con él. Su madre era demasiado perfecta y todos la adoraban.
—Voy al lago a darme un baño. ¿Qué hay de comer? —dijo dándole un beso en la mejilla. Él solo tuvo que agacharse un poco, ya que Sara había crecido hasta que solo le llevaba media cabeza de diferencia.
—Estoy preparando verduras salteadas con champiñones y setas. ¿Vas sola?
—¿Con quién voy a ir? —dijo, provocando que César frunciera el ceño. Ella le sonrió—. Viene Herwen, por supuesto.
—Bueno, ya sabes…
—Sí, tendré cuidado, pero creo que soy capaz de defenderme, en parte gracias a ti.
César sonrió recordando las luchas a espada con su hija. Había logrado obtener una buena técnica.
Salió de la cocina y caminó hacia el lago mientras su pequeña ninfa daba vueltas a su alrededor, refrescándola del calor del mediodía. Pronto llegó al prado que rodeaba el agua, y se quitó las sandalias y el vestido. No llevaba toalla porque en el momento que salía, Herwen se encargaba de secarla con una cálida corriente de aire. Aunque ella misma podría hacerlo. Su padre no debía preocuparse por ella. Tenía los cinco elementos, ¿qué podría temer?
Se sentó en la hierba y contempló el lugar. La superficie del agua estaba lisa y las cigarras cantaban en la hierba. Siempre había sido su lugar favorito. Cuando era pequeña se escapaba, volviéndoles locos a todos, solo para bañarse y visitar a las ninfas de agua. Más allá del campo que limitaba el lago habían construido un camping, pero no solían molestarles, porque había un gran seto cubriendo gran parte del lugar, que les daba privacidad. Pero estaba muy cerca. Incluso algún despistado había llegado a bañarse, pero siempre los habían echado. Su madre consiguió comprar todos los terrenos y consiguió que nadie pudiera tocar el pequeño lago sagrado, donde vivían la Dama y las ninfas con dientes puntiagudos. Se echó sobre su vestido, mirando el cielo, viendo las nubes pasar, como siempre hacía. Era casi su única diversión, además de leer libros sobre viajes y ciudades del mundo o novelas de aventuras y fantasía.
Tenía casi convencido a su padre para poder viajar con su hermano y primos, pero, a última hora, su madre tuvo el presentimiento de que se tenía que quedar.
Levantó los brazos y miró sus manos. Valeria le había pintado las uñas de rosa la tarde anterior, cuando estuvieron charlando en su habitación. Se llevaba de maravilla con ella, como si fueran hermanas. Ella se inventó el nombre de «hermamigas» una mezcla de hermanas y amigas y, a veces, dejaban entrar a sus hermanos pequeños en el club, pero no siempre. Su prima iba todavía al instituto y sus padres la dejaban salir por la ciudad, siempre que no descuidara su entrenamiento. Casi era tan alta como ella y su cabello rubio ondulado junto a esos brillantes ojos azules causaban sensación entre sus compañeros.
—Siento que no puedas venir, Sara —le había dicho—, pero te prometo que te contaré todo y haré vídeos a todas horas.
—No pasa nada —dijo ella encogiéndose de hombros y ganándose una reprimenda porque había movido la mano. Valeria le limpió la mancha de esmalte del dedo y después mandó con sus manos una pequeña corriente de aire para secar la pintura.
—No deja de ser útil poder secar las cosas tan rápido —sonrió ella—. Te traeré un recuerdo de Italia. ¿Qué te parece un pañuelo de seda?
—¿Para qué? Si no salgo, ni siquiera iré a la universidad. Mi madre es capaz de vigilar desde fuera de la clase, como hacía en el instituto.
—Lo de mi tía es algo exagerado, hasta mi madre lo dice.
—Tienes suerte.
Sara se echó encima de la cama y Valeria se colocó junto a ella. Todavía estaban las estrellas y la luna menguante que brillaban en la oscuridad y que su padre había colocado después de que, cuando tenía cuatro años, se hubiera escapado para ver el cielo. Le dijo que así no sería necesario salir corriendo por la noche. A veces era muy tierno, pero cuando luchaba, era terrible. Los guerreros que estaban en el complejo lo admiraban muchísimo, aunque a su madre la veneraban. Habían creado un segundo complejo en Varsovia, y algunas de las guerreras más veteranas se fueron allí. Las echaba de menos, especialmente a Brenda, que siempre fue amable con ella y le contaba historias antiguas de su bisabuela o de Calipso.
Cuando ella iba a entrenar, la mayoría de sus compañeros se mostraban distantes. Suponía que nadie quería dañar a la heredera. Al final, tenía que entrenar con su padre o con alguna de las guerreras adultas. Tuvo sus ventajas, porque aprendió más rápido. Sabía que tenía instinto, pero se encontraba bastante sola, si no fuera por su prima. Y esos días se iban de viaje, sin saber cuánto tiempo estarían fuera. Además de entrenar, iban a la caza de oscuros.
—Tendrás cuidado, ¿verdad? —dijo Sara volviéndose hacia su prima. Ella asintió. Se dieron un abrazo mientras escuchaban la música que Valeria tenía en su móvil. Se despidió de ella porque al día siguiente se iban a primera hora.
Sara cerró los ojos y volvió al prado. El sol ya había calentado suficiente su piel y decidió darse un baño. El agua resultaba fresca, y la piel se le erizó. Se metió hasta la cintura y enseguida notó las corrientes de agua de las ninfas, que ya estaban dispuestas a jugar con ella. Sonrió y se sumergió de cabeza hacia la zona más profunda del lago.
Las ninfas mostraron sus sonrisas con sus dientes puntiagudos y provocaron una fuerte corriente que la lanzó a dos metros de la superficie del lago. Ella gritó de alegría y volvió a sumergirse de cabeza. Las «sirenas», como ella las llamaba de pequeña, rodearon su cabeza con una burbuja de aire. Nadaron hacia el fondo, visitando las rocas y cuevas que había en el lago. Cuando Sara necesitaba aire, una de ellas introducía su aliento de nuevo y seguían buceando, metiéndose por todos lados o descubriendo pequeños tesoros, como un antiguo camafeo que había pertenecido a Augusta.
Ya llevaba un tiempo sumergida y la piel comenzaba a arrugarse. Quizá era hora de salir. Se dirigió hacia la superficie. Un fuerte chapoteo se escuchó y alguien comenzó a nadar hacia el fondo del lago. Parecía un hombre. ¿Era un oscuro? El hombre se acercó a ella y las ninfas salieron en su defensa, agarrándolo de las piernas. Entonces, el tipo abrió la boca, sorprendido y comenzó a tragar agua, ahogándose, sin poder salir del lago, pataleando sin éxito. Se alejó un poco y comenzó a boquear, perdiendo el sentido. Tenía que actuar de forma inmediata.
Sara se acercó a él para evitar que se ahogara y tomó aire de su propia burbuja. Agarró de los brazos al hombre, que estaba inconsciente. No parecía muy mayor. Las manos flotaban a su lado, igual que su cabello. Sara cerró los ojos y sopló en su boca, iluminando el fondo marino.
Y hasta aquí podemos leer 😉
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