Capítulo 1 de Hijas de la Luna II. Renacida
Capítulo 1. Berlín
César miró de reojo a su hermano Marco mientras subía a la azotea de una de las casas bajas del barrio de Kreuzberg, en Berlín, también llamado la pequeña Estambul. Habían sentido fuerzas oscuras en esa parte de la ciudad y, después de casi nueve meses de seguirlos, deseaba encontrar a la dichosa Martha y a su corte de acólitos que, por lo que había averiguado, iban aumentando.
Ella se había llevado la botella de Agua Eterna que había transformado al amor de su vida, Amaris, en un ser sin cuerpo, como un holograma, en la última lucha contra la oscuridad, en la que las hijas de la Luna pudieron derrotarlos. Apretó los dientes al recordar el sacrificio de la reina. Deseaba recuperarla y, cómo no, vengarse. Su parte oscura le instaba a ello.
La última pista para que ellos viajaran a Berlín se la dio un par de cadáveres quemados y el aumento de actividad de ataques en los que los humanos no recordaban nada, pero se sentían muy débiles. Eso hacían los oscuros, drenar la energía vital, como los vampiros hacen con la sangre en las películas.
No sabía cuántos habría conseguido transformar al cabo de tanto tiempo. Ella había podido convertir a bastantes gracias al Agua Eterna. Quizá ellos dos no fueran suficientes para combatirlos.
Se puso en cuclillas y observó, buscando la oscuridad, esa que él bien conocía de su dura época de adolescente, cuando se rebeló.
La luna estaba llena, pero había abundantes nubes en el cielo. A pesar de no haber llegado el invierno, el clima era frío y el aire, potente. Vio a su hermano que subía por las escaleras de incendios de la antigua casa de enfrente y este lo saludó entusiasmado. Tenía que reconocer que era demasiado optimista y alegre, lo que contrastaba con su personalidad fatalista. Desde que Amaris se convirtió en un ¿holograma?, ¿un ser sin cuerpo?, su humor había empeorado. En cuanto consiguieron derrotar a los oscuros de la ciudad, se fue. No tardó ni un día en marcharse. En el fondo, se sentía culpable de que Amaris hubiera tomado la terrible decisión de beberla, para ser lo suficientemente fuerte como para derrotar a la gran cantidad de oscuros que los atacaban. Él debió haber sido el que se sacrificase, no ella, se recriminó. Bajó las escaleras de incendios y dio un salto desde el primer piso a la calle. El ruido sonó en las calles vacías como una explosión.
No habían vuelto a Serenade, no quería hacerlo hasta encontrar a la oscura que fue la mejor amiga de su amor y que se había transformado en alguien perverso. La habían rastreado por toda Francia, usando su olfato de oscuro y las noticias sobre personas atacadas. No eran muy habilidosos, o quizá estaban demasiado débiles. Ella había huido con Bull, el que fue el lugarteniente de su padre.
Ambos condujeron, siguiéndolos. Llegaron a Berlín el día anterior y encontraron gran actividad oscura en la ciudad.
Caminó por la calle sin esperar a su hermano, que, por supuesto, viajó con él y nunca podría haberle hecho cambiar de opinión, aunque hubiera preferido que no se arriesgase. Además, la hermana de Amaris, Valentina, le había dicho que recuperar esa botella podría ayudarla a volver a ser la misma de antes, según había leído en algunos libros. Lo que no entendía era por qué Amaris no se lo había pedido expresamente.
Olfateó el aire. Él tenía ese don para encontrar a la gente, aunque cada vez que lo usaba, daba un paso más hacia su lado oscuro, más fuerte que el humano y con deseos de tomar el control. No le importaba si de esa forma podía salvarla. La amaba. Y no había querido nunca a nadie así, excepto a su hermano.
Ni siquiera su madre pudo contenerlo. Cuando fue adolescente, ser consciente de su poder de fuego y de manipular a la gente, unido a las malas compañías, lo convirtieron en un ser destructivo, capaz incluso de asesinar. Le horrorizaba su pasado y prefería no pensar en ello. Pero, a veces, era como una pulsión en su cerebro, en su estómago, un aviso de que quizá, con el tiempo, volvería a caer en la oscuridad, sin remedio y perdiendo a todos aquellos a quienes amaba.
Marco le hizo una seña con la linterna desde la escalera de incendios y sus miradas se dirigieron a una de las casas bajas del barrio, al final de la calle. Un extraño halo negro, solo visible por ellos, la rodeaba y supieron que era el lugar. Su hermano bajó con rapidez y se reunió con él. Ambos llevaban largas gabardinas de cuero negro que ocultaban sus espadas. Aunque, teniendo el don del fuego, no eran siempre necesarias, nunca estaban de más ya que habían sido bendecidas por la misma Diosa.
La casa a la que se dirigían estaba al lado del Viktoria Park y se escuchaba el ruido del agua y la cascada con claridad a esas horas de la noche. Rodearon los muros, que aparecían llenos de grafitis. César iría por la zona principal y Marco se acercaría por la parte de atrás.
Lo siguiente fue todo muy confuso. La puerta de lo que debía ser la cocina se abrió de repente y salieron cuatro oscuros bastante fornidos que pillaron a Marco de sorpresa. César corrió hacia allí en cuanto escuchó el grito de su hermano. Marco luchaba a espada con dos de ellos, mientras los otros dos instaban a alguien a que saliera de casa. Entonces la vio. La mujer rubia iba vestida de negro y con los ojos completamente maquillados oscuros. Ella sonrió al verle y sus dos matones fueron a por él. Sacó la espada y comenzó la lucha, aunque estaba preocupado por su hermano, ya que estaba perdiendo fuerza. Hirió de gravedad a uno y al otro le lanzó una llamarada que, si bien no le iba a matar, puesto que ellos también tenían el don del fuego, al menos lo retrasaría. Se lanzó por los que atacaban a su hermano y acabó con uno de ellos. Marco hirió al otro.
Entonces César se volvió hacia Martha, que lo miraba de forma despectiva. Estaba herido en un brazo, pero no le impediría arrebatarle la vida y conseguir la botella que debía llevar en la mochila que colgaba de su espalda.
—¿Crees que me has derrotado, estúpido? —dijo ella sonriendo—. Esto no ha hecho nada más que empezar.
Lanzó una llamarada que dio de lado a César y lo hirió de gravedad, pero eso no le impidió lanzarse por ella. Entonces, salieron dos mujeres atléticas de la casa y pararon su golpe. Martha se echó a reír y salió corriendo hacia el parque, seguida por otras dos mujeres y un par de hombres.
Marco no pudo seguirla, porque uno de los oscuros comenzó a atacarle. Estaban en minoría y todo iba a acabar muy pronto. César se arrepintió de no haber visto a Amaris de nuevo. Las mujeres luchaban fieramente y arremetían contra él. Decidió que debía de acabar con esto y seguir a Martha, costase lo que costase. Así que se hundió en su propia oscuridad y lanzó fuego de alta temperatura, que distrajo a las dos oscuras, y gracias a ello pudo acabar con ellas. Marco aprovechó también para acabar con el oscuro.
—¿Estás bien, César?
—Sí, vamos a por ella.
Aunque lo cierto es que no estaba bien, su cuerpo ardía, la piel estaba muy dañada y además estaba herido en un brazo. Pero su determinación era mucho más fuerte que el dolor. Saltó la cerca del parque y se concentró en seguir el rastro de la mujer. Había varios aromas. El grupo se había separado, seguramente para hacerlos dudar. Pero César era como un perro de presa. Una vez que localizaba a alguien, no lo soltaba.
Enseguida vieron su cabello rubio avanzar por el mirador, escaleras arriba. La siguieron y Marco sacó una pequeña ballesta, construida por él. Antes de que ella se diera cuenta de que la seguían, lanzó una flecha que dio en la mochila. A la mujer no le quedó otro remedio que soltarla y salir corriendo. Subieron detrás de ella, pero César comenzó a verlo todo nublado y se apoyó en las escaleras. Marco no persiguió a la mujer, solo cogió la mochila.
—¡Hermano! ¿Estás bien?
—Creo que no… —dijo él, y perdió el conocimiento, echado sobre las escaleras.
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