Capítulos 1 y 2 de Los casos del Hada Madrina 1. Una nueva Navidad

Una nueva NavidadHoy os traigo los dos primeros capítulos de este libro de fantasía y romántica ambientado en fechas navideñas, aunque no deja de ser una novela navideña «a mi estilo», o sea, no es muy tierna, aunque sí tiene una historia de amor.

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Y para que vayáis conociéndola, os dejo los dos primeros capítulos.

Capítulo 1. De mercado

El portazo del pequeño piso retumbó en toda la casa y Marisol, que estaba en el baño poniéndose unos rulos, salió corriendo. Mariluz no era de dar portazos, a pesar de su carácter, y bien que lo sabía ella, que llevaban 240 años, 7 meses y 2 días viviendo juntas.

—¿Qué ha pasado?

La bajita mujer se paseó nerviosa por el pasillo, mirando a su compañera que lucía unos rulos deshechos en su cabello rubio. Llevaba la bata de siempre, bordada a mano, que ella le había regalado y en su dulce rostro solo encontró paciencia.

—Lo siento, Marisol, si te he asustado, pero es que estoy harta del Consejo. Tienen unas ideas absurdas. Como que las hadas deberíamos rotar más. ¿Es que no tenemos unas cifras de efectividad perfectas? ¡El 97 % el año pasado! Eficiencia casi total.

La mujer siguió refunfuñando y se acercó a la cocina, abrió la nevera y tomó una de las botellas de ambrosía, lo único que solían comer, a menos de que estuvieran en un acto social.

Marisol la siguió en silencio. Sabía que los arrebatos de rabia le duraban poco. Pero había que reconocer que ser parte del Consejo le había amargado la vida.

—Dicen que estaría mejor en Madrid, más cerca de la célula española. No saben que de Zaragoza a allí hay hora y media de tren. O si no, saco las alas.

—Mariluz, sabes que no podemos… —dijo retorciéndose las manos—, ¿estaba Miss Piggy?

Su compañera de piso sonrió. La vicepresidenta del Consejo, una de las más antiguas, aunque no tanto como ellas, tenía la nariz muy respingona y, en tiempos de los teleñecos, alguien le puso el sobrenombre de Miss Piggy, debido también a que siempre vestía de rosa y su cabello rubio caía en bucles inmaculados.

—Claro, ahí estaba, sonriendo con esos dientes perfectos que tiene. La próxima vez elegiré un cuerpo de modelo.

—¿Para qué, Mariluz? —dijo con la paciencia de haber escuchado cientos de veces la misma historia—, así, como dos mujeres normales, pasamos desapercibidas. En nuestro trabajo prima la discreción.

—¿Ha llegado ya el siguiente caso?

—No, todavía no. Pero trajeron el oro suficiente para pagar el alquiler de un año, así que lo hice. Y he comprado regalos de Navidad.

—¡Oh! Yo no te he comprado nada.

—Tranquila —dijo la mujer rubia volviendo al baño ya que la crisis había pasado—, compré algo para mí de tu parte.

Marisol siguió poniéndose los rulos mientras Mariluz hacía ruido por la cocina. Sonrió al espejo. Su aspecto no estaba tan mal. Una mujer de edad madura, rubia con media melena y los pies pequeños. Eso era lo que más le gustaba, y los ojos azules. Mariluz había elegido ser una mujer de pelo castaño, enjuta y de baja estatura, porque la última vez, y ya hacía muchos años de eso, casi la quemaron por bruja por ser tan alta. Eso se le quedó grabado y desde entonces, solo escogía aspectos de menos de metro cincuenta.

Salió y vio que Mariluz ya se había cambiado, poniéndose un vestido ligero que le llegaba a los tobillos. Comenzó a sacar los ingredientes y Marisol enarcó una ceja. A pesar de que ellas no necesitaban comer, cuando se estresaba, le encantaba hacer galletas.

—Esta vez las haré de jengibre, falta un mes para Navidad y seguro que nos colocan en alguna oficina.

—Aja, eso supongo. Te precaliento el horno.

Marisol se agachó para ajustar la temperatura y las gafitas redondas que llevaba de adorno se bajaron a la punta de la nariz. Sonó la campanita del horno y ella arrugó el ceño y abrió la puerta.

—Si antes hablamos…

Ambas recogieron el sobre destinado a cada una. Rosa para Marisol y amarillo para Mariluz.

Se sentaron en las sillas de la cocina mientras sacaban la nota con el nombre y algunos datos de la persona, en el caso del rosa, y de la empresa, en el amarillo.

—¿Qué te ha tocado? —preguntó Marisol.

—Una empresa cerca de aquí, es una gestoría. Al parecer, entraré mañana a trabajar como contable. Llevan las pequeñas empresas del barrio. Supongo que tendré bastante trabajo. Es un lugar sencillo. ¿Y a ti?

—Carmen León, de veintiocho, enfermera del centro de salud. ¡Otra vez me toca ser celadora!

—Pues nada, celebrémoslo con una botella de ambrosía y galletas de jengibre.

—Claro, no me gusta estar inactiva —dijo Marisol levantándose. Su compañera hizo lo propio para mezclar los ingredientes. Ella movió la cabeza. Un chasquido de dedos y podría tener las galletas en la mano, pero no, prefería hacerlo a mano.

Sacó las botellas y comprobó que quedaban pocas.

—Esta noche hay luna, así que aprovecharé para bajar al mercado y comprar provisiones.

—Perfecto, yo tengo que mirar los archivos de contabilidad, me han pasado las claves del ordenador.

Marisol asintió, acabó su botellín y dejó a su compañera entretenida con las galletas y el corta galletas con forma de hombrecito navideño. Se cambió para ir de compras.

Entró en un callejón y sacó un bolígrafo que, en sus manos y gracias a la magia, se convirtió en una varita y con ella marcó una puerta de acceso al mercado. Un pasillo silencioso y oscuro se abrió a toda una fiesta subterránea.

Al igual que el mercado humano, el de los gnomos estaba lleno de adornos navideños. El bullicio era ensordecedor y todo el mundo parecía estar feliz. Aunque sabía que no era cierto del todo. Los gnomos solían tener bastante mal genio, pero coexistían con las hadas en buena armonía. Ellos les vendían ambrosía, telas, ropa, repuestos para las varitas y ellas les pagaban con oro, que tanto amaban.

La mayoría de las hadas se alimentaba de ambrosía, pero había quienes disfrutaban de una buena comida. No eran vegetarianas, y muchas mataban por las preciosas telas de los telares de los gnomos.

Por eso se llevaba tan bien con Mariluz. Ninguna de las dos se pirriaba por lo material, lo justo para vivir bien y poco más. Gracias a eso eran un equipo, uno de los más longevos.

Caminó mirando los puestos distraída, mientras los gnomos de variados tamaños, pues no todos eran pequeños como se puede pensar, le ofrecían todo tipo de chucherías.

Casi se tropezó con una mujer que se había parado de repente, delante de ella.

—Disculpa, hada —dijo como dictaba la formalidad.

—No pasa nada, hada —contestó la otra volviéndose. Luego, abrió los ojos como platos—. ¡Marisol! ¡Qué alegría verte!

—Ludovica, tú por aquí, en España. ¿Qué tal estás?

—Estoy muy bien, ¡soy candidata al Consejo!

Marisol sonrió. Sabía que su antigua compañera tenía ambiciones de entrar para dirigir a las otras hadas, algo que Mariluz había conseguido sin pretenderlo, solo por sus méritos. También se lo habían ofrecido a ella, pero lo rechazó. Claro que no se lo diría a Vica, como l llamaba cariñosamente. Ella era una mujer alta y con el cabello rubio trenzado y lleno de perlitas. Siempre iba impecable. Se arregló su pelo inconscientemente.

—Me alegro mucho, ojalá entres, siempre lo quisiste.

—El problema es mi juventud —dijo encogiéndose de hombros.

La mayoría de las hadas escogían parecer mujeres maduras, con apariencia entre 40 y 70, y a partir de unos mil años, por la confianza que se generaba. Ella siempre escogió parecer una adolescente, y en verdad lo era. Solo tenía unos ochocientos años.

—Ya sabes que lo de la juventud es una enfermedad que se pasa con el tiempo —dijo Marisol guiñándole el ojo.

—Bueno, ya que estamos en el mismo país, nos veremos. Te llamaré.

—Claro, querida, cuando quieras.

Marisol le dio un abrazo, aunque dudaba que la llamase. Durante setenta y cinco años estuvo enseñándole los trucos que sabía sobre las hadas del amor, algo que eran ambas, y aunque aprendió mucho y no se le daba mal, debido a su aspecto, alguno de los candidatos se quedaba prendado de ella, en lugar de la pareja que le correspondía. Eso le llevó a hacer trabajos administrativos en la central durante unos cientos de años, lo que hizo que la emparejasen con Mariluz.

Se dirigió hacia el puesto de Fluorita, una joven gnomo que realizaba la ambrosía con toques de miel y canela que a ellas les encantaba.

La joven iba vestida de color morado y llevaba un gracioso gorro de punto amarillo que dejaba escapar sus rizos oscuros. Sonrió al verla. Marisol charló sobre el tiempo y el gobierno de los gnomos, que parecía estar algo inquieto.

—¿Te has enterado? —dijo en un susurro. Marisol se agachó para escucharla mejor—, corren rumores de que hay un levantamiento de los trasgos del subsuelo. ¿Crees que nos atacarán? Igual Mariluz lo sabe, ya que está en el Consejo.

—Pues justo hoy vino y no me dijo nada —dijo el hada pensativa—, pero dudo que los trasgos quieran volver a ser convertidos en piedra. Ellos viven tan tranquilos en sus ciudades.

—Un primo mío me dijo que había encontrado a otro primo, esta vez por parte de padre, muerto en un rincón del mercado y juraba que había sido un trasgo.

—No me fiaría mucho de tu primo, ya sabes que tiene mucha imaginación —dijo Marisol suspirando—. Y, por cierto, necesitaré que me envíes unas cuarenta botellas, mañana empezamos a trabajar.

—Claro que sí, ¿a la nevera de siempre?

—Sí. Toma.

Marisol le dio una bolsa con el oro correspondiente y la gnomo chasqueó los dedos. De inmediato, las botellas aparecerían en su nevera.

—Gracias Fluorita, y por cierto, el color lila te queda muy bien.

La gnomo se sonrojó y le mandó un beso.

Marisol continuó paseando por el lugar con tranquilidad. Incluso habían adoptado las costumbres de los humanos en cuanto a música y el All I want for Christmas de Mariah Carey sonaba en bucle. Claro que eso no le puso de mal humor, al contrario. Ella adoraba a esa humana. En realidad, adoraba a todas aquellas que hacían música que atrapaba a las personas, porque estaba convencida de que, con ello, eran mejores. La última en encantarle era una jovencita llamada Rosalía. A Mariluz no le gustaba tanto, pero ella podría escuchar todos sus discos, uno tras otro.

Se sentó en una de las mesas de la cafetería —otra imitación humana— que habían creado allí. El lugar estaba lleno de bombillas, ya sabían bien que a las hadas les encantaba ese ambiente de banderolas y de música suave. Un joven gnomo le trajo un botellín de ambrosía sin pedirlo. Sonrió. Lo conocía. Era admirador de Fluorita, aunque no se atrevía a dar el paso.

—Pómez, qué alegría verte —dijo ella y el muchacho se sonrojó. Era algo más bajito que su adorada, y por eso quizá no se atrevía a pedirle una cita.

—Señorita Marisol, usted siempre tan bella —dijo sonriendo.

—Te he dicho mil veces que solo Marisol. Qué, ¿ya te has decidido?

El chico se sonrojó, bajó la cabeza y se metió para dentro. Aunque eran seres mágicos como ellas, tenían los mismos problemas de relación.

Aunque, bueno, ellas relación no tenían ninguna. Las hadas eran seres amigables, pero asexuadas, no tenían ninguna pulsión amorosa, lo que se suponía que facilitaba el trabajo. Siempre había quien pretendía tenerla, pero se quedaba en eso, en una ilusión. Pero ella, que veía lo bonito que era estar en una relación amorosa, a veces lo echaba de menos. Era un tema difícil. Ellas eran eternas y los humanos no.

Miró distraída el ajetreo del mercado que desde la cafetería, situada un poco más alta que el resto, se veía de maravilla. Un riachuelo transparente pasaba de un lado a otro y a veces cambiaba el curso, haciendo que los pies se mojaran en ocasiones y que algún puesto perdiera el equilibrio. Pero, en general, todos parecían felices de estar allí. Un pequeño movimiento sísmico casi tiró la botella al suelo, pero como se calmó, todos siguieron con normalidad a lo suyo.

El consejo se encontraba al otro lado, en la cafetería más elegante sobre una colina. Miss Piggy, que en realidad se llamaba Lilybeth, tomaba ambrosía caliente —salía humo— en compañía de la presidenta, la más anciana de todas las hadas y que ella conocía desde el principio, no por nada fue su primera tutora.

Apreciaba mucho a Titania y era mutuo. Por eso le había insistido en entrar al consejo. Pero Marisol era de trabajo de campo y nunca le gustó el poder ni las intrigas que se generaban. Pensando en ello, se despidió de Pómez y salió a su casa.

Ya había anochecido cuando entró. El olor de las galletas de jengibre y canela había inundado toda la casa.

Mariluz ya estaba en el portátil mirando la información de la empresa. Ella era un hada de las finanzas, por supuesto, que ayudaba a remontar negocios.

—¿Qué tal el mercado? —dijo ella levantando la vista.

—Como siempre. Pómez no se decide a decirle algo a Fluorita. Por lo demás, todo bien. Navidad a tope. Me encontré con Vica, al parecer quiere entrar en el consejo.

—Uff, no sé cómo aguantas ese ambiente. Y, sí, quiere, pero no sé si lo conseguirá. Tienes brillantina en el cabello —dijo.

—No seas gruñona, en el fondo, también te gusta todo lo que lleva la Navidad. Me voy a la cama, que mañana entro a trabajar pronto. No te acuestes tarde.

Mariluz hizo un gesto y la dejó, concentrada como era ella, meticulosa y muy capaz. Desde que fue a la escuela de hadas, se vio que tenía dotes para los números y era de las mejores, por lo que su eficiencia se apreciaba también en el consejo.

Su habitación no tenía cama, porque las hadas dormían en una nube que generaban al sacar las alas. Así que se quitó la ropa y se puso el camisón con la espalda al descubierto. Estiró las alas y las movió un poco, estaban algo entumecidas y sacaron mucho polvo mágico. El polvo creó la nube y ella se dejó caer, donde la acogió un dichoso y feliz sueño.

 

 

Capítulo 2. La enfermera

Carmen se llevó las manos a la cabeza. Le dolía mucho y, para colmo, estaban bajos de personal. Después de enfermedades y pandemias, parecía que nadie quería ser enfermera ni médico y mucho menos auxiliar o celador. Por suerte, hoy llegaba un refuerzo. Esperaba que tuviera muchas ganas de trabajar, o irían otra vez «de culo».

—Buenos días —dijo una sonriente mujer rubia de edad indeterminada.

—Hola, ¿eres Marisol?

—Sí, estoy destinada aquí.

Carmen la miró. Al menos parecía simpática. Solo quería que fuera trabajadora. La directora del consultorio no estaba y le había pedido que le diera la bienvenida y le enseñara un poco todo, aunque no le correspondiese hacerlo.

—¿Eres enfermera? —dijo la nueva mientras se dirigían a los vestuarios.

—Según mi placa, eso parece —dijo sonriendo y señalando su pecho. La mujer soltó una risita.

—Tienes razón, es que estoy nerviosa.

—Perdona, soy Carmen, como has podido leer, enfermera en este centro desde hace tres años. La directora no ha podido darte la bienvenida. Así que, aquí estamos. Puedes cambiarte y te vas a recepción, Rita te enseñará lo que hay que hacer. ¿Has estado alguna vez en algún centro de salud?

—Sí, aunque la mayor parte del tiempo he estado en hospitales. Me hace mucha ilusión ayudar desde aquí.

Carmen se alegró y le dio la llave de su taquilla. Parecía que la mujer era agradable y, al salir, se dio cuenta de que su dolor de cabeza había desaparecido. Le tocaba pasar una de sus abarrotadas mañana, así que lo agradeció.

Entró en su consultorio, saludando a los pacientes que había en las sillas, a los que conocía casi todos, sobre todo a él. Cuando lo vio, se sonrojó. Luis González, un hombre tímido y grandullón que había tenido una mala caída con la bicicleta y venía a curarse los veinte puntos en la pantorrilla.

Estuvo nerviosa hasta que le tocó a él. Entró tímido en la consulta y ella le hizo sentarse en la camilla y levantar la pernera. La herida había cicatrizado bien, pero todavía era pronto para quitar los puntos.

Mientras echaba desinfectante con cuidado, notaba que la observaba. Levantó la vista y sonrió y él bajó la vista.

—Y ¿qué tal, Luis?, ¿preparando la Navidad?

—Bueno, una tienda de lámparas tampoco es que sea muy navideña —suspiró—, lo cierto es que, si no se arregla esto un poco, tendré que cerrar.

—Oh, vaya, lo siento mucho. ¿Y qué harías si cerrases?

—Mis padres tienen un hotel rural en un pueblo de Huesca, en el Pirineo. Tal vez me iré allí, seguro que trabajo no me faltaría.

—Vaya, sentiría que te fueras —dijo ella levantándose para lavarse las manos y sentarse en su escritorio.

El hombre se levantó y ella le dio una receta de la doctora para la pequeña infección que tenía. Se despidieron sin más y ella suspiró. Se levantó para llamar al siguiente paciente y vio que se había dejado el móvil.

Lo cogió y bajó al piso inferior, buscándolo. La nueva celadora se acercó a ella y ambas se asomaron a la calle. No se veía nada.

—Creo que se ha metido en esa tienda de lámparas de ahí enfrente —dijo la nueva celadora—, iría yo a devolvérselo, pero me está llamando Rita. Si quieres, luego subo a tu consulta y aviso a los pacientes.

—No, si el último no ha venido.

La celadora sonrió y se metió en la oficina. Carmen no sabía qué hacer, pero para un empresario, estar sin el teléfono era todo un problema.

Se decidió y salió a la calle, todavía con la bata, y se acercó a la tienda. Al entrar, no vio a nadie. Nunca había estado, pero le pareció muy bonita. Las lámparas estaban colocadas en un techo muy alto y eran muy originales, diferentes a todo lo habitual. Vio la oficina al fondo y se acercó. De repente, la puerta se abrió de golpe y Luis tropezó con ella. Reaccionó rápido y la agarró de la cintura para no tirarla al suelo. Durante un momento, se quedaron mirando sin decir nada. Él pareció acercarse y ella levantó la mano y puso su móvil. Él se sonrojó levemente y la incorporó.

—Gracias, lo estaba buscando.

—De nada, Luis, te lo dejaste dentro, ya sabes.

—Sí, te lo agradezco.

—No ha sido nada —dijo ella dando un paso atrás—, bueno, tengo… tengo que irme. Te veo la semana que viene.

—Claro, sí, gracias, Carmen.

Ella asintió y se fue hacia la calle. Se puso contenta porque él la había llamado por su nombre, pero claro, si era su enfermera, era normal que supiera cómo se llamaba.

Acabó de recoger y la celadora simpática se cruzó con ella.

—Carmen, ¿te puedo invitar a un café? Así me cuentas un poco sobre el consultorio, si tienes tiempo, claro.

—Claro, vamos enfrente que tienen un café delicioso.

Ambas se sentaron en el interior, que también estaba adornado con motivos navideños. Carmen frunció el ceño al verlo.

—¿No te gusta la Navidad? —preguntó Marisol.

—No mucho. Desde que murieron mis padres, me ponen muy triste estas fechas. Recuerdo cuando celebrábamos las fiestas, lo bien que se lo pasaban adornando toda la casa y montando el belén.

—¿Y tú no adornas?

—No. La verdad. ¿Para mí sola? No tiene sentido.

—Oh, yo creo que sí —dijo Marisol—, la alegría empieza por uno mismo. Y volver a casa y ver los adornos brillantes, las bolas colgadas del árbol, las galletas de jengibre… por cierto, mañana te traigo unas que hace mi compañera de piso, son deliciosas.

—Suena bonito, pero yo cuando llego a casa solo quiero ducharme y descansar, leer algún libro y a dormir.

—¿Y deporte?

—Antes iba en bicicleta, pero hace mucho frío. Me gusta la montaña, pero también iba con mis padres. No sé. Supongo que se pasará con el tiempo.

—El tiempo sana las heridas y relativiza las cosas, pero hay que poner de tu parte para que eso suceda. Conocí a una muchacha que no aceptó la muerte de su esposo y era bien joven. Los años pasaban y su ilusión por tener hijos iba desapareciendo. Pero un día comprendió que ella era quien debía dar un paso adelante, aunque sea pequeño, para salir de esa tristeza. Ahora está casada y tiene tres niños —dijo sonriendo al recordar uno de sus casos preferidos—, por eso creo, Carmen, que, aunque sean circunstancias malas, uno debe avanzar hacia delante.

—Supongo que tienes razón. ¿Eres psicóloga o algo? —Marisol se rio.

—Solo tengo una edad. Ya sabes el refrán, «más sabe el diablo por viejo que por diablo».

—¿Y tú? ¿Qué me cuentas?

—Mi vida es de lo más normal. Vivo con una amiga y nos hemos trasladado aquí, queríamos cambiar de aires, aunque es aire lo que me he encontrado en esta ciudad —ambas rieron—, es imposible ir bien peinada. Mi amiga Mariluz es contable y hace unas galletas exquisitas.

—Mi padre también hacía galletas en Navidad —suspiró Carmen.

—Y hablando de otra cosa, ¿tienes novio?

—Qué directa eres, Marisol —sonrió ella—, no, no tengo. No por ahora. Entre acabar enfermería, los másteres que hice, el trabajo, no me ha dado tiempo de tener una relación estable. Y ahora que quizá podría, no encuentro el hombre adecuado.

—Oh, pues ese chico, el de las lámparas, es muy educado y guapo. Y está soltero, que me lo ha dicho antes, cuando buscaba el móvil.

—Te has enterado antes que yo —sonrió ella—, sí, la verdad es guapo.

—Pues invítale a café —dijo Marisol—, no es tan difícil.

—No es tan fácil. ¿Qué le digo, «hola, ¿quieres un café?»?

—Pues sí, algo así. Los jóvenes de hoy sois un poco parados, si no usáis los chats, no sabéis ligar.

—Ni para eso tengo tiempo.

—Pues anda, esta noche te metes en su perfil, que imagino que tendrá de la tienda, y cotilleas.

—Oh, ¡cómo eres, Marisol!

—Ya ves. Anda, vamos y hoy pago yo.

Se levantaron y ambas se dirigieron hacia la calle. Carmen miró de reojo la tienda y vio que estaba como siempre, sin ningún adorno navideño. Tal vez Marisol tuviera razón y necesitase algo de brilli-brilli en su vida.

Suspirando, tomó el tranvía y se fue hacia casa. Su piso estaba frío y era pequeñito, pero acogedor. Lo había adornado con tonos neutros porque le pareció lo más elegante, y ahora que lo veía de nuevo, le pareció aburrido.

Todavía no había retirado las cosas de sus padres y el piso seguía cerrado, después de un año y pico. Estaba cerca del suyo, siempre quiso vivir junto a ellos. Se había planteado trasladarse, ya que era más grande, pero sentía tanto dolor al ver la ropa, o los objetos que ambos habían comprado a lo largo de los años… cada libro, cada figura, tenía un recuerdo de una frase, o de un viaje. Acababa por echarse a llorar y, después de quitar lo que se podía estropear, no había vuelto. Incluso regaló las plantas a una vecina, que le vigilaba la casa y recogía las cartas.

«Supongo que los adornos de Navidad estarán en el armario de siempre» se dijo.

La televisión se encendió de repente y apareció Mariah Carey cantando sobre la Navidad. «Eso debe de ser una señal».

Cogió las llaves de sus padres y salió por la puerta, mientras una nube de brillantina apagaba la televisión.

 

 

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