Brujas de sangre 1. Renegada. El principio
Así comienza esta novela de género fantasía urbana y romántica, con brujas, vampiros y otros seres sobrenaturales.
El principio
El intrincado laberinto de las cuevas bajo la montaña a la que le decían embrujada por la leyenda de la Cabellona, que perseguía a las mujeres bellas por celos, no asustó a los dos guerrilleros que se refugiaron de los combates que se sucedían alrededor.
Las cuevas estaban secas, había agua fresca y no hacía tanto calor como en la selva tropical. Ellos eran dos jóvenes del pueblo, que se conocían de toda la vida y que habían tenido que unirse a la guerrilla casi por obligación, y no fue raro que se enamorasen. Deseaban salir de esa lucha de horror y sangre, y por eso huyeron.
Sabían que nadie entraría en las cuevas. Al parecer, estaban malditas. Ellos no creían en leyendas antiguas, solo en el amor y la libertad, pero las historias que cuentan los ancianos siempre tienen una base de verdad y ese día la encontrarían frente a frente.
Amatista se levantó cansada. Se incorporó del suelo donde su hombre había esparcido algunas hojas con la idea de que resultara confortable. Él no estaba en la pequeña cueva donde se habían refugiado, la más alta y cálida que encontraron. Supuso que habría ido a conseguir algo de comer.
Esa noche no había dormido. Soñó con sangre y mujeres salvajes. Siempre había tenido visiones, y por ello no le extrañaba. Pero hasta ese momento habían sido con sus convecinos o incluso con José, el amor de su vida. Nunca tan terribles. Supuso que sería por el embarazo. No había tenido sangrado vaginal desde hacía dos meses, desde que comenzó a entregarse a él. Estaba contenta. Empezaban una nueva vida, fuera de la guerra. Se irían del país, cuando dejasen de buscarlos. Su cabello y ojos oscuros había llamado demasiado la atención del capitán y sabía que la perseguiría con afán, pero ella solo amaba a José.
El ruido de unas pisadas rápidas la alertó y se escondió tras un recoveco.
—Amatista, mi amor, ¿dónde estás? Tenemos que huir, nos han encontrado.
—Aquí —dijo saliendo y abrazándolo—, ¿la guerrilla?
—Sí, nos han encontrado. Debemos meternos más adentro en la cueva, ya están en la entrada. Casi no pude escapar de ellos.
—Pero no conocemos qué hay allá, en el interior, mi amor. ¿Y si hay algo peligroso? Esta noche…
—Es la única solución, vamos —José no le dio opción a replicar. Tenían que avanzar por la cueva o morirían en ese momento. Al menos él. Suponía que el capitán tenía otros planes para ella.
Tomaron las dos linternas de aceite, el sable que José solía llevar y un hatillo con sus cuatro cosas. Con miedo, se metieron en la profundidad del lugar, donde la temperatura era mucho menor y la oscuridad parecía paladearse. Nunca habían pasado de la entrada, pero en ese momento, debían hacerlo.
La luz que llevaban apenas iluminaba un par de metros por delante y a punto estuvieron de caer en algún hueco que salpicaba el camino como si fuera un colador. Por suerte, la visión interior de Amatista la avisaba y lo pudieron evitar.
Los pasos de los soldados y los gritos estaban cada vez más cerca y se apresuraron.
—Son muchos, mi amor —dijo José—. Tú huye, yo los pararé.
—No, mi vida —dijo ella llorando—, además, tu hijo necesitará un padre que le enseñe a trabajar la tierra.
Él se quedó parado y sonrió. La abrazó y la besó, hasta que escucharon un ruido que salía de lo más oscuro.
José se puso delante con el sable y ella sostuvo el candil.
—Vaya, vaya, mis dos visitantes se han atrevido a entrar en mi casa.
La voz de una mujer, gastada como la de su abuela, resonó en sus cabezas. Amatista se estremeció. Es la voz que escuchaba en sus sueños.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo la mujer saliendo a la suave luz. La miraron aterrados. Llevaba un viejo vestido, ajado y rasgado, y sus cabellos oscuros y largos hasta la rodilla estaban revueltos. Parecía un animal salvaje, no solo por el aspecto, sino por sus ojos, que es lo único que se veía de su rostro.
Ambos dieron un paso atrás, pero estaban contra la pared. José alzó el cuchillo y ella rio a carcajadas.
—Muchos hombres han querido asesinarme y me hicieron cosas que no podría ni explicar. Pero me salvé y aquí estoy. Tú no podrás conmigo, José.
—¿Cómo sabe mi nombre? —dijo él, pero Amatista lo apartó y se encaró con ella.
—Señora, mi José es bueno, jamás haría daño a ninguna mujer. Él me ama y por eso nos escapamos de los soldados. Por favor, señora. Solo queremos salir de aquí y marcharnos —dijo tocándose sin poder evitarlo el vientre.
La mujer alzó la vista y la miró a los ojos.
—Bien, pareces valiente. Hagamos un trato. Si me das tu primera hija, acabaré con los soldados y os podréis marchar.
—¡No! —dijo José.
La mujer se movió tan rápido que ninguno pudo hacer nada y puso sus afiladas uñas en la garganta del hombre. Miró a Amatista, que se quedó fascinada con su bello rostro, cubierto de suciedad. Vio la pena en ella y se compadeció.
—Acepto —dijo pensando en su hombre. Una vez que salieran de las cuevas, se irían tan lejos que ella no podría alcanzarles.
La mujer soltó a José y, con rapidez, tiró a Amatista al suelo y mordió su vientre. El veneno y, con ello, la maldición, entró en su cuerpo y, aunque no sintió nada, excepto el leve pinchazo de los colmillos afilados, el miedo se apoderó de ella.
—Si no me la das, ella vendrá a mí —dijo antes de desaparecer como una centella.
José recogió a su mujer del suelo y se miraron atemorizados. Recogieron apresuradamente todas las cosas que habían caído al suelo, y, sin advertirlo, se llevaron un cuaderno que pertenecía a la mujer con la que acababan de hacer un pacto.
Los gritos de terror de los hombres taladraron sus mentes, pero fue peor el espectáculo horrible de sangre y muerte que esa mujer estaba provocando. Rodearon la entrada, José abrazando a su esposa.
—Debemos irnos —dijo él, y salieron de las cuevas a la luz del día, donde esperaban tener una bonita vida juntos, aunque, dieciséis años más tarde, lamentaron la promesa realizada que afectaría a toda su familia.
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