Las brujas escocesas de black rock

Capítulo 1 Las brujas escocesas de Black Rock

Me encanta presentaros el primer capítulo de esta novela romántica de fantasía urbana, con brujas, lobos y mucha acción. ¿Preparadas? Aquí está.

Capítulo 1. La carta

Si creyera en la magia, diría que lo que le pasaba estaba influido por ella. Que cuando deseaba fervientemente que sucediera una cosa, ocurría. Como cuando el chico que le gustaba dejó a su novia, en el instituto, para salir con ella. Luego resultó ser un estúpido. A veces, había consecuencias. Ella perdió la virginidad con él y luego fue pregonándolo por todo el colegio.

Un delincuente que había defendido con éxito volvía a caer en la violencia o la ilegalidad, y todo eso no le hacía sentir mejor. De hecho, últimamente se encontraba mal. Triste. Se apoyó en las manos, mirando la pantalla del ordenador. Se abrió la puerta y su compañera entró casi saltando de alegría.

—¡Felicidades, Bárbara! ¡Otro juicio ganado! Creo que tienes el récord del gabinete.

Ella miró a su amiga Lorena con el rostro cansado. Sí, había ganado otro juicio, como parecía ser habitual. En el despacho, todos los clientes se la disputaban como abogada, porque era una apuesta segura, aunque no estaba segura de por qué. Su padre le decía que era una buena profesional, otros compañeros murmuraban que usaba sus «encantos femeninos» para convencer a jueces o jurados. Los peores aseguraban que se tiraba a todo el que supusiera un obstáculo. Y no era nada de eso.

—Despierta, Bárbara —dijo Lorena dándole un abrazo—, tu padre estará muy orgulloso de ti. ¿A quién no le gusta agradar a un padre y más si es su jefe?

—Sí, lo sé. Perdona, es que hoy no tengo un buen día.

—¿Te deprimes porque el sábado cumples veinticinco? Vamos, ¡¡¡si estás en la flor de la vida!!!

—No es eso. No sé, supongo que me encantaría que estuviera mi madre —contestó Bárbara tocando el colgante que llevaba en el cuello. Era un precioso guardapelo con una piedra rojiza, herencia de su madre, que no se quitaba por nada del mundo. Fue el último regalo que le dio.

—Anímate, el sábado organizaremos una cenita con las chicas y te lo pasarás genial. A ver si te encontramos novio, ya de paso.

Bárbara enarcó las cejas y bufó. Lo que menos le apetecía, y después de sus malas experiencias, era salir con un tipo similar a los que se relacionaban en Glasgow, que parecían cortados por el mismo patrón: traje ejecutivo, altos, fibrosos, pero no demasiado, y normalmente pagados de sí mismos.

Ella era aficionada a las novelas románticas de highlanders y los veía como algo exótico, no para una relación seria, pero sí para darse un buen revolcón. El último hombre con el que estuvo ni siquiera hizo que llegase al orgasmo.

—Más vale que acabemos el trabajo hoy o no saldremos de aquí, y no tengo ganas de hacer horas extras —dijo Bárbara.

Lorena comprendió que ella quería estar sola y se fue a su despacho. Ella era varios años mayor, y habían coincidido en el despacho cuando Bárbara se licenció y comenzó a trabajar allí. Enseguida congeniaron y se hicieron inseparables. Aunque a ella le iba más la juerga y salir con uno o con otro. Bárbara, en eso, era más tranquila.

Dejó a su amiga mirando por la ventana y cerró la puerta despacio. A veces, se abstraía tanto que no se enteraba de qué pasaba a su alrededor. Y ese era uno de «esos momentos».

Bárbara sintió cerrarse la puerta y bajó los hombros. Estaba cansada de que todos tuvieran tan altas expectativas con ella. Eso la obligaba a no fallar. A veces le gustaría, quizá, desmandarse y hacer cosas que no tuviesen explicación, como nadar desnuda o bailar al anochecer en algún bosque. Correr descalza por la hierba y disfrutar del sexo con alguien que le siguiera el ritmo.

No es que tuviera prisa por emparejarse, pero una de sus amigas se acababa de casar y se veía tan feliz y enamorada que estaba deseando encontrar al hombre adecuado. Pero por más que miraba a su alrededor, no lo veía.

—Debe estar escondido en algún rincón del mundo —suspiró, y se sentó para continuar leyendo los informes de los casos asignados para la semana siguiente.

Su secretario le entró la correspondencia, recién llegada, que dejó encima de la mesa. Ella continuó con el último expediente hasta que su estómago dio un rugido de hambre. Miró su móvil. Ya se había pasado la hora de comer y ahora tendría que hacerlo sola. Bueno, se quedaría en el despacho, total, para comer un sándwich y una manzana no era necesario bajar a la cafetería del edificio.

Sacó la comida y la dispuso en la mesa de reuniones. Dio un mordisco al sándwich vegetal y este le supo insípido. ¿Se había olvidado de echar salsa? Molesta, lo dejó encima del papel que lo envolvía y mordió la manzana. Estaba demasiado ácida. Y ella seguía teniendo hambre. Comenzó a sentirse enfadada, incluso furiosa. Era un sentimiento nuevo para ella y no le gustó. Hizo las respiraciones que su madre le había enseñado de pequeña, cuando se enojaba, y consiguió volver a la calma.

Después, asumiendo que no iba a comer, cogió las cartas y comenzó a mirarlas. Currículos, gente que quería que la defendiera, y… ¿qué era eso?

Un sobre con papel de mayor gramaje y color vainilla estaba debajo de todos los demás. Iba dirigido a ella, sin duda, pero no llevaba sello. Pensó que podría ser algo peligroso. Había escuchado que, a veces, a según qué personas, les enviaban sobres para atentar contra ellos. Alzó la carta y la miró al trasluz. Solo había un papel.

Se decidió a abrirla y encontró un pliego de una textura especial, como hecho a mano y con olor a lavanda. Lo sacó. Era una carta manuscrita. La leyó en voz alta.

 

Querida Bárbara:

 Aunque no te acuerdes de mí, soy tu abuela, la madre de tu madre. Te escribo porque no estoy muy bien y desearía conocerte. Sé que estás muy ocupada en la ciudad, pero me gustaría que pudieras venir este fin de semana a verme. Podríamos hablar de tu madre y de otras cosas que debo contarte.

 Con afecto, tu abuela Katherine.

 

Bárbara leyó dos veces la carta antes de dejarla en la mesa con brusquedad. Cuando murió su madre ella tenía siete años y, desde entonces, su abuela nunca se había puesto en contacto con ella. ¿Y ahora quería verla? ¿Después de dieciocho años en los que no había sabido nada de su familia materna? Ni siquiera estaba al corriente de que la tenía.

Se levantó, más enfadada todavía que antes. Miró por la ventana. Unas nubes negras se estaban formando a lo lejos. Lo que faltaba, encima iba a llover. No iría. Ese fin de semana era su cumpleaños y quería celebrarlo con su padre y con sus amigas. Si no había otro remedio, iría a ese pueblo perdido en la montaña, pero cuando ella quisiera. Y si llegaba tarde, mala suerte.

Aunque debía reconocer que tenía curiosidad, no por una abuela que la ignoró estos años, sino por lo que tuviera que contarle de su madre. Nunca era suficiente. Había hecho repetir muchas veces a su padre cómo se conocieron, cuándo se enamoraron y cómo la cuidaba cuando ella era pequeña, hasta saberse de memoria cada anécdota que él le relataba.

—Quizá vaya a la semana que viene —se dijo, y bajó a la cafetería para pedir un bocadillo, ya más animada.

Cuando salió del despacho, la carta iluminó toda la habitación, haciendo que la manzana y el sándwich se redujeran a polvo, al igual que hicieron el papel y el sobre.

 

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